Luego de la batalla de San Francisco, el ejercito chileno permaneció inactivo, como si estuviese clavado en sus posiciones, por espacio de cuatro días. El estado mayor chileno no salio de su inacción sino hasta la mañana del 24 de noviembre, enviando una pequeña fuerza de caballería e infantería a Tarapacá y sabiendo que el enemigo se encontraba provisionalmente acampado allí, en tan deplorables condiciones que hacen suponer que, incapaz de batirse, se habría necesariamente rendido ante la simple cercanía de una división enemiga por débil que fuese; su primera idea fue la de adelantarse inmediatamente e intimarle a la rendición.
Después, escuchando consejo más prudente, decidieron esperar -antes de intentar la empresa- los refuerzos que diligentemente pidieron y obtuvieron del cuartel general; y al amanecer del 27, con la completa confianza de hacer prisionero al enemigo sin disparar un tiro, se presentaron los chilenos sobre las alturas que dominaban la pequeña aldea de Tarapacá. Sus fuerzas los hacían ascender a casi 4 mil hombres, entre caballería e infantería, y ocho cañones.
En cuanto a los peruanos, no pasaban de 5 mil, de los cuales cerca de 3 600 se encontraban en la aldea misma de Tarapacá, y 1 400, a unos 45 km más allá, en Pachica, en marcha para Arica (estas fuerzas tardarían 6 horas en llegar al campo de batalla); de manera que las primeras seis horas del combate, comenzado cerca de las 9 de la mañana, fueron sostenidas únicamente por los 3 600 hombres que se hallaban en Tarapacá.
"El general Buendía llegó a contar en Tarapacá casi 5 mil hombres.... Tan lejos estaban de pensar que serían perseguidos, que el mismo día 26 mandó el General Buendía que marchasen adelante, por el camino de Arica, dos destacamentos de unos 1 400 hombres, y él quedó en Tarapacá con otros 3 600 que necesitaban aún una noche mas de descanso. Allí durmieron como en los días de mas perfecta paz, sin siquiera colocar centinelas avanzadas en los alrededores y sin sospechar que el enemigo se hallaba en las inmediaciones."(1)
En dirección a Arica, donde principalmente los empujaba la falta de vituallas, el hambre que los consumía desde hace días, los peruanos se habían detenido en Tarapacá con el solo objeto de hallar un poco de reposo mientras esperaban la quinta división de Iquique para entrar reunidos en Arica. Esta división, había llegado a Tarapacá, rendida y fatigada, la mañana del 26 y para concederle un día de reposo, se hizo salir adelante a una división de 1 400 hombres (la que se encontraba en Pachica cuando la batalla hizo erupción), aplazando la salida del resto del ejercito para las últimas horas del 27. Por consiguiente, esa mañana (la del 27), el pequeño ejercito del Perú se encontraba en la más completa desorganización, nadie pensaba en el enemigo que dejaban a sus espaldas, vivían en el mayor olvido de todo, sin avanzadas, sin patrullas y sin tener siquiera un centinela que pudiera avisarles de su llegada, como efectivamente sucedió en las primeras horas del 27, casi las 9 de la mañana, y la terrible Batalla de Tarapacá, estaba por comenzar.
El soldado peruano probó una ves más en la sangrienta lucha de Tarapacá, como en los tiempos de la guerra de la independencia, sus excelentes cualidades personales y lo mucho que se podría conseguir si tuviese una buena oficialidad. Sorprendido por el enemigo cuando menos se lo esperaba, casi encerrado en un foso sin salida, y cuando por sus excepcionales condiciones del momento, material como moralmente pues debía encontrarse tan débil de ánimo como de cuerpo, supo, no solamente salir del foso para ponerse enfrente del enemigo que lo dominaba y fusilaba a discreción, sino también combatir valerosamente durante largas horas y conseguir una victoria tan espléndida como inesperada.
Para obtener esto, no pudo contar más que con su valor personal, sostenido apenas por el ejemplo y la voz de un pequeño número de buenos oficiales. Sin artillería y sin caballería, de las que el enemigo estaba bien provisto, y sin plan de batalla (2), fue a buscar al enemigo hasta dentro de sus mismas posiciones, defendidas por ocho buenos cañones y por la geografía del terreno, y luchando cuerpo a cuerpo le tomó sus cañones y sus banderas, lo desalojó de sus posiciones y lo hizo retroceder varias millas en completa derrota. Es más, durante el desarrollo de la batalla, una división chilena se dirigió hacia el pueblo de Tarapacá, que estaba defendido por el batallón Guardias de Arequipa y la columna boliviana Loa (único contingente boliviano que quedaba tras la deserción de San Francisco), los cuales, tras una encarnizada lucha casa por casa, la rechazó y derrotó.
Sin embargo esta victoria, la única que cuenta el Perú en el curso de la guerra, no pudo en modo alguno mejorar la suerte en que se hallaba empeñada. La situación, después del triunfo, era aún más desesperada que antes; aún prescindiendo de la imposibilidad de mantenerse en Tarapacá sin vivieres, si el enemigo volvía al ataque, lo que era seguro teniendo en el próximo campo de Dolores cerca de 7 mil hombres, no hubiera podido responder a sus fuegos, ni aún con un solo disparo. Por consiguiente, el ejercito vencedor se vio obligado a continuar sin demora su marcha hacia Arica; mientras los desintegrados batallones chilenos, temerosos de ser atacados al amanecer, se alejaban a toda prisa del último campo de batalla, las victoriosas fuerzas peruanas, después de haber escondido bajo la arena los cañones tomados al enemigo que por falta de transporte no podían llevarse consigo, se ponían lentamente en camino, tristes y hambrientos en dirección a Arica.
Quedando dueño del desierto de Tarapacá, la posesión de cuyas fabulosas riquezas era desde hace tanto tiempo su sueño dorado, Chile se lanzó sobre ellas con toda la ansia de una inveterada codicia prodigiosamente crecida con el transcurso del tiempo. Se instaló en aquel territorio como en su casa; y a la par que los productos aduaneros, hizo suyos también todos los del salitre y el guano.
"No solo treparon sus soldados las fraguosas cuestas de los cerros, sino que arrollaron en tres embestidas sucesivas a los destacamentos más selectos del Ejército Chileno, conformado por jinetes, artilleros e infantes con lo último del armamento moderno. En diez horas de lucha incesante, y con tropas semidescalzas, integradas únicamente por infantería, los nuestros le causaron 852 bajas al enemigo, le tomaron 60 prisioneros y le capturaron 8 cañones. En esa batalla pelearon Cáceres, Bolognesi y Alfonso Ugarte, y fue el soldado arequipeño Mariano de los Santos, quien arrebata el estandarte del regimiento 4to de Linea chileno.
Mientras nuestras tropas se batían en el sur, abandonadas a su suerte por el Gobierno, no faltaban "patriotas", que a la hora de la prueba, corrieron a las legaciones extranjeras, acordándose que eran descendientes de europeos. Muchos de estos "extranjeros" ocuparían cargos públicos importantes acabada la guerra. Pero durante la misma cerraron la bolsa, sabotearon al Ejército y colaboraron con el enemigo. El Perú jamás fue para estos una Patria, sino tan solo un Patrimonio que se compra, vende o enajena. Por eso jamás comprendieron la Gesta de Cáceres desde Tarapacá hasta la Breña."(3)
(2) Los peruanos, que carecían de sistema de vigilancia, fueron alertados por dos arrieros que casualmente se toparon con las columnas chilenas a distancia. Tan pronto tuvo noticia de esto, el coronel Cáceres mando tocar diana y organizó un consejo de guerra. En virtud que se carecía de un plan de contingencia para responder a aquella emergencia y tomando en cuenta lo precario de su posición Cáceres comprendió que sólo actuando decidida y rápidamente podría hacer frente a los chilenos con posibilidades de éxito.
(3) Carta de Abelardo Gamarra, veterano de la Breña, a Gonzales Prada.